martes, 19 de enero de 2010

EL LADO OSCURO DE LA PRESA "5 DE NOVIEMBRE"


José Carlos Sabrían
mauricio_nightfall@hotmail.com

1. Entre el escepticismo y la duda popular

Tan pronto como comenzaron las primeras excavaciones en la "Chorrera del Guayabo", para levantar la primera central hidroeléctrica del país, la semicentenaria "5 de Noviembre", se desató un torbellino de rumores en la comarca que agitó convicciones y valores y alteró la tradicional visión del mundo del pueblo bajosumpulense y sectores circunvecinos. En la ribera del Lempa y el Sumpul, era el tema habitual en todo tipo de reuniones y en el trabajo y el descanso. Más allá de la extraordinaria noticia, la magnitud de la presa y sus enormes dificultades técnicas rebasaban los límites de la imaginación popular. Resultaba tan grande la brecha entre lo conocido y lo desconocido, entre la premodernidad y la modernización, que estaban tan lejos de su propia comprensión. Comentarios como estos fueron comunes en los municipios de San Isidro Labrador y San Antonio de La Cruz entre l940 y l950:

"Están chiflados esos cheles si piensan tapar el Lempa y el Sumpul". "Si nadie ha podido frenar ni una pinche quebrada, ¿cómo van a detener el río Lempa?". "¿Tapar el Lempa? ¡Que vayan con esos cuentos a otra parte!". "Me quito un huevo si le ponen freno a ese río". "¿Que van a detener el Lempa y el Sumpul? ¡Que se hagan así ve!" "Sólo que tengan pauto con el diablo, podrían hacer algo semejante; pero eso si, el cachudo se los llevaría al mismito infierno".

Pero si bien es cierto que en el dominio del pensamiento ingenuo y tradicional de los grupos que habitaban aquellos sitios, y en aquellos tiempos, no existían conocimientos tecnológicos en materia hidroeléctrica, si abundaban las experiencias repetitivas sobre la devastadora fuerza de los ríos Lempa y Sumpul, cuya energía cinética buscaban utilizar los constructores de la presa. Por ello mismo, su inicial forma de reaccionar entre el escepticismo más extremo y el acondicionamiento a sus creencias mitológicas, fue totalmente razonable. Nadie está obligado a responder ante hechos novedosos y extraordinarios al margen de su propia cultura.

Veinte años después, en 1969, por ejemplo, ni las capas medias de nuestra sociedad, familiarizadas con algunas corrientes de la cultura letrada, aceptaron mayoritariamente que el hombre había llegado a la Luna en ese año. Y todavía hoy, en los inicios del nuevo milenio, ese mismo conocimiento sigue siendo abrumadoramente inaceptable para la mayoría de la población rural, no obstante haber transcurrido cuarenta años desde el día de su realización. Obviamente, nunca ha resultado fácil mover las convicciones colectivas del sitial que ocupan en las culturas populares, con informaciones carentes de objetividad verificable, si ellas mismas contradicen las bases del conocimiento tradicional.

Es más, los moradores más próximos al río Sumpul, de sobra conocían desde la infancia su tremendo poder destructivo durante el periodo lluvioso. Lo habían visto desbordarse repetidas veces, llevando en sus turbulentas aguas cuerpos humanos desconocidos; lo habían visto arrastrar árboles y arbustos, ganado mayor y menor y escombros de humildes viviendas; estaban más que convencidos que nada ni nadie podía reprimir semejante poder. Para colmo, muchos recordaban todavía la última catástrofe del Sumpul, ocurrida en junio de 1934, cuando a raíz de una tormenta tropical horrorosa el río se salió del cauce natural e invadió las vegas aluviales, arrasando con todo lo que había en la ribera, incluido el cable del paso de garrocha entre El Copalito y San Antonio de la Cruz. Sus resultados, varias víctimas mortales y cuantiosos daños materiales.

No había duda, el río Sumpul ocupaba un sitio privilegiado en la memoria histórica de aquellos pueblos, no sólo como fuente de vida sino como fuerza irreprimible y destructora. Una realidad de colosal poder, "que nada ni nadie de este mundo" podía desafiar impunemente, así fuesen extranjeros arrogantes y visionarios. Y el Lempa, con el Sumpul incluido, era un poder aún más colosal.

Sin embargo, poco tiempo después, justo entre 1950 y 1951, cuando las compañías constructoras de la presa montaban en el sitio de la Chorrera del Guayabo la gigantesca máquina concretará, y construían calles asfaltadas en las márgenes del Sumpul para transportar los cargamentos de roca y arena del río, las primeras convicciones de total escepticismo fueron cediendo espacio a la duda reposada y cautelosa. En la medida que surgían innovaciones observables en el sitio de la represa, las mismas reflexiones frente a la posibilidad de la obra iban cambiando de acento espectador. Una mínima muestra de ello se puede apreciar en el siguiente diálogo registrado en 1951 entre dos campesinos minifundistas del asentamiento Los Alvarenga de San Isidro Labrador.

-Siguen de necios esos cheles, compadre; pero yo sigo creyendo que jamás taparán el río. ¿Y Ud., que dice?
- Mire, compadre, ahora no sé qué decir...
- ¿Por qué?
- Pues por las cosas que están sucediendo... ¿Mire esas calles? ¿Cuándo habían venido a hacer trabajos como esos?
- Algún entierro del Partideño andan buscando esos bandidos. ¡El pisto llama al pisto, compadre!
- Puede ser...Pero un entierro, por grande que sea, no paga tanto gasto. Mire en la Chorrera del Guayabo, hay luceríos por todas partes y grandes máquinas trabajando. ¡Y eso, compadre, no es así nomás!
-Puede que tenga razón, compadre. Algo va a suceder. ¡Esperemos entonces!
-No queda otro camino.

Esperando, llegaron los meses secos de 1951 y 1952, y con ellos, el competitivo trabajo en la Chorrera del Guayabo y en el mismo río Sumpul. Potentes y bulliciosos camiones de volteo transportaban todo el día piedra y arena del cauce del río, que gigantescas palas mecánicas arrancaban sin descanso de aquel paisaje milenario. Un paisaje que se iba desfigurando lentamente, ante el asombro de los moradores bajosumpulenses.

2. La depredación material y simbólica

Conviene tomar en cuenta, por otra parte, que el Sumpul fue siempre el sitio predilecto para la vida cotidiana más intensa de los grupos ribereños. Y lo fue, básicamente, no por decisiones metafísicas de su autoconciencia étnica, sino por ser el río la mayor fuente de recursos extractivos completamente libre del sector. De su cauce y litoral, los moradores extraían, libremente, según la necesidad, peces y crustáceos, madera y leña, piedra, pasto y arena. De esta forma, la mayoría lograba mitigar el impacto de la pobreza estructural.

Sin el egoísmo limitante de la propiedad privada, que margina y oprime a los más desposeídos; sin restricciones legales excluyentes; sin amenazas de potestades y privilegios, los habitantes de la ribera concurrían a toda hora al río Sumpul en busca del sustento cotidiano. Y allí permanecía éste, a su entera disposición, para ser extraído y utilizado según las necesidades familiares, libre de toda exclusión humana, de la histórica exclusión que siempre ha estado a la base de los problemas sociales, crisis y conflictos de El Salvador.

En el curso de la vida cotidiana, en efecto, se fue desarrollando con el paso de los años una intensa red de relaciones sociales al interior de cada grupo, lo mismo que con otros grupos de la ribera, lo que dio origen a los particulares sistemas de valoración y normatividad de aquellos pueblos, incluido el simbolismo cultural de la comarca. El escenario preferido para el intercambio sociocultural fue siempre el río y su litoral, donde los grupos ribereños permanecían la mayor parte del tiempo una vez concluidos las tareas agrícolas. A la sombra de pequeños estuarios y ensenadas tuvieron lugar los repetidos encuentros diurnos de todo tipo, y en los brillantes arenales, las veladas veraniegas y otros convivios nocturnos. Románticas guitarras, acordeones y mandolinas de los confines bajosumpulenses amenizaron las citas nocturnales, y acentuaron su fijación reminiscente en la memoria de aquellos pueblos, al tiempo que avivaron pasiones y conflictos al calor del imprescindible "chaparro".

No obstante la ruptura entre memoria y la imagen espacial del río Sumpul, luego de la posterior inundación por el lago artificial, legendarios moradores de Los Amates, Los Alvarenga y san Antonio de la Cruz comparten aún, después de medio siglo, recuerdos comunes de momentos vividos en el cauce y litoral del río. Describen, entre otras cosas, detalles sobresalientes de la mítica Poza Redonda en cuyo montículo se levantó durante la administración Quiñones Molina el paso de garrocha que unía al cantón Copalío con San Antonio de La Cruz. También evocan, ensimismados, imágenes singulares de otras pozas del río, sobre todo de la Poza Larga, de La Gila, Los Palones, La Ciguanaba, El Cipitío, El Cajón y El Ciguapate. No olvidan, la leyenda del Gritón, el fantasma nocturno que, partiendo de la desembocadura del Sumpul en el río Lempa, lo recorría aguas arriba asustando a los pescadores solitarios. Narran, asimismo, episodios turbulentos pero generosos de la vida del mítico Partideño, el Robin Hood centroamericano que, según la leyenda, vivió por largo tiempo en las antiguas cuevas del cerro E ramón.

Por la notable importancia económica, social y cultural del Sumpul en el modo de vida de los pueblos ribereños, no cabe duda que el río fue su gran hogar, el común e inmenso hogar de todos ellos. Esto era una realidad durante todos los días del año, pero de manera especial durante los meses sin lluvia, cuando crecía el contacto gregario a lo largo y ancho de los segmentos arenosos, colmados de vegetación fluvial, donde se buscaba esparcimiento y alivio ante el ardiente clima tropical.

Estos mismos pueblos de la ribera, legendarios poseedores del Sumpul, presenciaron paso a paso la ocupación y saqueo del río, después que el proyecto hidroeléctrico lo hubo requisado por asalto. Tal acontecimiento, ejecutado en nombre del progreso, pero del progreso de otros, como sucede casi siempre, representó para los habitantes de la ribera el principio del fin de su tradicional fuente de recursos extractivos. Y es que al extraer del Sumpul la piedra y arena requerida para las obras civiles de la presa, incluyendo los grandes diques protectores, no sólo se removían y saqueaban los bienes esenciales de aquellos pueblos, bienes de inestimable valor utilitario para la sobrevivencia étnica, sino que también se aniquilaban, irreverentemente, los símbolos culturales erigidos de generación en generación.

Viéndolo bien, cada sitio del Sumpul, cada detalle de su perfil longitudinal más próximo (escollo, poza o remanso), cada porción de la ribera más frecuentada (estuario, pedrera, ensenada o arenal), cada roca más grande, cada árbol, cada arbusto, llevaba la marca generacional de los pueblos que vivían en la vecindad. Allí estaban la huella pasada de las historias étnicas, allí las impresiones actuales de la lucha cotidiana por la existencia, allí los vestigios de la vida social con los recuerdos felices y lacerantes, allí los fundamentos de los mitos y leyendas y de los sistemas de valoración y normatividad. Todo un archivo étnico, donde se nutrió por siglos la memoria histórica y la propia identidad de cada pueblo.

Pero la visión gubernamental, no sólo era diferente, sino totalmente opuesta a los intereses materiales y simbólicos de aquellos pueblos excluidos y marginados del desarrollo nacional. Al fin y al cabo, qué importancia tenían estos pueblos tradicionalmente olvidados del Antiguo triángulo lenca para la administración Oscar Osorio y su autoritarismo desarrollista. Si tales pueblos habían vivido marginados históricamente, ¿por qué ofrecerles consideraciones de orden material y simbólico durante la construcción de la presa? Y todavía más, de no aprovecharse oportunamente los recursos líticos del Sumpul en la moderna obra civil, ¿qué utilidad futura podrían tener al quedar sepultados bajo el lago artificial? ¿Acaso el Estado salvadoreño no puede utilizar los recursos nacionales para construir infraestructura moderna donde quiera y cuando quiera? Sin duda alguna, la lógica estatal tenía razones "soberanas" para tomar por asalto los recursos líticos del Sumpul, sin perder tiempo en especulaciones desusadas sobre el derecho de sobrevivencia de los pueblos ribereños o el respeto a su "cultura inculta", sobre todo en una época en la que el autoritarismo había alcanzado el más alto desarrollo en la historia política de El Salvador, cuando una orden castrense estaba por encima de la misma Constitución de la República y la arbitrariedad era el pan de cada día.

Pues bien, el drama social de los moradores bajosumpulenses, apenas comenzaba a desarrollarse durante los años 1951 y 1952. Y comenzaba, justamente, con la depredación de su gran hogar, el mismo río Sumpul, luego que la CEL ocupara fortuitamente el perfil longitudinal del río bajo su dominio, un dominio ilegítimo y conflictivo, como lo fue su propia adquisición. Mediante traspasos hasta cierto punto arbitrarios por coercitivos, las vegas aluviales de la ribera -las mejores tierras de labranza y pasto del sector- pasaron a manos de la CEL a precios muy por debajo del precio de mercado, en un franco proceso de incautación.

De un modo o de otro, la ruptura gradual de los ribereños con su medio ambiente hospitalario se manifestaba ya en la sensible disminución de la vida fluvial, a causa del desequilibrio ecológico originado por la remoción y extracción de gigantescas extensiones rocosas del río, lo que redujo la pesca a niveles sin precedente. La misma ruptura escaló dimensiones violentas, justo cuando surgieron limitaciones físicas al libre tránsito de los lugareños en los sitios ocupados, los mismos donde ellos y sus ancestros se habían desplazado libremente. Se supo entonces que muchos machetes y armas de fuego estuvieron a punto de ser desenvainados, como reacción a la devastadora ruina que estaban presenciando, cuyo desenlace se detuvo por la ausencia de organización y liderazgo popular.

3. Impresiones exóticas para la modernidad

Tan pronto como echó raíces la construcción de la presa hidroeléctrica, llegaron al Sumpul aprensivos turistas del viejo mundo. Vinculados o no con expertos de la obra, los turistas buscaban en el río Sumpul impresiones salvajes, o cuando menos exóticas o pintorescas del paisaje estival salvadoreño. En la pequeña ensenada de la Poza Redonda, por ejemplo, aparcaban de cuando en cuando lujosas limosinas con extraños turistas, que mantenían una excesiva distancia con los lugareños. Y en los mismos sitios donde los moradores celebraron por siglos, año tras año, a la luz de la Luna, sus tradicionales convivios, allí levantaban los turistas sus tiendas de campaña, bajo potentes reflectores eléctricos que alumbraban el constante trabajo automotriz. Resulta fácil imaginar, conociendo un poco el modo de vida de los campesinos bajosumpulenses, el conflicto inminente en sus pensamientos, al presenciar el cambio radical y la usurpación de aquellos espacios milenarios.

De vez en cuando, también, inspiradas europeas montaban a la orilla del Sumpul sus propios equipos de pintura, y pintaban con destreza imágenes cotidianas de la pre modernidad circundante: pescadores usando por última vez los lumpes ancestrales, adorables mestizas lavando la ropa familiar en el cauce dragado del río, ganado mayor saciando libremente el hambre y la sed, cipotes chulones posando a cambio de una extraña sonrisa. Estas y otras impresiones de la agitada realidad campesina, estaban siendo procesadas en el mismo escenario donde tenía lugar el drama social de los habitantes ribereños, y, con sensibilidad vanguardista o sin ella, seguramente serían exhibidas más tarde en galerías de arte moderno del Viejo Mundo.

El modernismo hizo, pues, a principios de los años cincuenta, incursiones relámpago en el Bajo Sumpul, justo cuando se realizaba la transferencia de tecnología de punta para el proyecto energético en construcción. Y que coincidencia: mientras las firmas proveedoras de los costosos equipos hidroeléctricos, junto a las compañías constructoras de la presa, trasladaban a Europa importantes utilidades y ganancias, las artistas de la modernidad hacían lo mismo con imágenes exóticas de la campiña sumpulense. Lo que no se supo entonces, ni se sabe todavía, es si el modernismo europeo logró captar el trasfondo de dolor, incertidumbre y rabia que había en los rostros campesinos, a causa de la destrucción y despojo de su gran hogar.

4. La inundación

La central hidroeléctrica "5 de Noviembre", la primera en su género que el desarrollismo construyera en el río Lempa, a 88 kilómetros al nororiente de San Salvador, comenzó a operar el 21 de junio de 1954 con sólo dos generadores y una reducida capacidad de 30 mega watts. Aunque la capacidad máxima de generación eléctrica (81.4MW) sólo la pudo alcanzar la central en 1966, con la incorporación gradual de tres generadores adicionales, ya en 1954, año de su inauguración, el embalse cubría los límites previstos por la CEL: 16 kilómetros cuadrados de inundación sobre las cuencas de los ríos Lempa y Sumpul, equivalentes a 320 millones de metros cúbicos de agua.

En efecto, tan pronto como se fue extendiendo el lago artificial sobre el río Sumpul y fue borrando lentamente sus corrientes, recodos y remansos, y con ellos, el extenso litoral de arena, piedra y vegetación y las vegas fértiles con sus cultivos; luego que los numerosos sitios simbólicos, tan saturados de misterio, de historia y tradición quedaran bajo el agua, los pobladores del área se estremecieron de asombro. Y no era para menos: estaban presenciando el dramático final de su mayor fuente de recursos naturales y también de su gran hogar.

Conviene puntualizar, en efecto, que en la primera inundación invernal, en 1954, el embalse cubría aproximadamente siete kilómetros longitudinales sobre la cuenca del Sumpul; y en toda esa gran extensión sepultó, junto al río y su litoral, las vegas aluviales, es decir, los mejores suelos donde se cultivó granos básicos, jiquilite, caña de azúcar y ajonjolí, sin faltar los verdes pastizales para la crianza ganadera. E igualmente sepultó, los pequeños estuarios y ensenadas, con las valiosas reservas de pasto, madera y leña, y los milenarios depósitos de arena blanca, y los fragmentos de roca fina no utilizados por los constructores de la presa. Y como secuela del mismo lago artificial, se fue extinguiendo el robalo y el tepemechín, la guabina y la mojarra, la chimbola y la plateada, el bagre y el filín, ricas especies del río y sustento cotidiano de los ribereños; lo mismo sucedía con los exquisitos crustáceos del agua dulce corrida: camarones, chacalines, cangrejos y cacaricos.

Cuánto recurso perdido en tan poco tiempo en nombre del progreso ajeno. Cuánta privación de alimentos ricos en proteínas para el vecindario del Sumpul. Y cuánto silencio durante más de medio siglo.

El espeso manto de agua que invadía todo, sin respetar relieves físicos y culturales, sepultó un mundo de sueños y realidades, tanto físicas como simbólicas. Destruyó el pasado y el presente espacial más querido por el pueblo y amenazó un fu turo lleno de presagios e incertidumbre. Así desapareció, como por encanto, el mejor escenario de la vida económica y sociocultural de la comarca, sin contar, desde luego, con los mayores espacios inundados en la cuenca del río Lempa.

El asombro y desconcierto colectivos, producidos por la inundación del lago artificial, estaba asociado también a la violenta ruptura entre la memoria de los asentamientos ribereños y el ambiente hospitalario donde ella misma se formo. No cabe duda, el ambiente físico y la memoria van siempre de la mano en una relación de mutua dependencia, y en este caso, se rompía el vínculo que los unió por siglos.

5. Subsidiando la fortuna de los afortunados

A punto de concluir la obra civil, la mayoría de la población bajosumpulense estaba medio convencida de que la presa hidroeléctrica era una infraestructura necesaria para buscarle solución a muchos problemas relacionados con el atraso salvadoreño. En todo caso, fue la administración Oscar Osorio la que se encargó de divulgar, a la luz del desarrollismo cepalino, las ventajas del proyecto energético frente al incipiente proceso de industrialización nacional, en el marco de la integración centroamericana.

Sin negar la importancia que la generación de energía hidroeléctrica tiene en todo proceso de modernización, no se puede desconocer, sin embargo, la confrontación de los intereses perseguidos por la CEL y los propiamente locales. En primer lugar, mientras la primera central hidroeléctrica ofrecía apuntalar la economía nacional mediante la generación, transmisión y distribución del fluido eléctrico, destruía con el lago artificial el medio ambiente ecológico donde los pueblos de la ribera del Lempa y el Sumpul habían vivido por siglos. En segundo lugar, al tiempo que generaba y distribuía la energía necesaria para incrementar la producción en serie de bienes y servicios, y fortalecer la acumulación económica de los grupos hegemónicos del país, en áreas distantes de la presa, ésta incrementaba la pobreza, la miseria y el desarraigo en los asentamientos ribereños.

No se necesita ejercitar mucho el pensamiento, para admitir, que la vida de los pueblos afectados con el embalse nunca sería la misma sin las vegas aluviales, sin los peces y crustáceos de agua dulce corrida, sin las modestas reservas de pasto, madera y leña, sin los francos depósitos de piedra y arena tan necesarios para el trabajo de albañiles, cercadores, empedradores, talladores de molinos de nixtamal y bases para columnas de madera. Tampoco se necesita recurrir a la metodología positivista, para evidenciar que tanto la memoria histórica como la propia identidad de estos pueblos, sufrieron notables alteraciones con la inundación del común e inmenso hogar de todos ellos, donde quedaron sepultadas las huellas pasadas y presentes de las distintas generaciones de moradores, incluidos los más remotos ancestros del mestizaje.

Como quiera que sea, a la base de aquel drama social está la gran contradicción del primer proyecto hidroeléctrico, es decir, entre el beneficio sectorial que el mismo ofrecía al capital industrial y al desarrollo urbanístico, básicamente, y el daño inferido a humildes campesinos que vivían en las cercanías del Lempa y el Sumpul, quienes jamás recibieron indemnización alguna ni ningún apoyo para enfrentar la nueva realidad. Al contrario, lo único que recibieron fue la marginación de la CEL, ya que viviendo en el traspatio de la presa hidroeléctrica no recibieron por largo tiempo ni un kilowatt-hora de electricidad. Evidentemente, este es un ejemplo más, entre tantos, de cómo los grupos más pobres y excluidos de la sociedad subsidian con el hambre y el sufrimiento el bienestar de los sectores privilegiados.

6. Una nueva realidad igualmente abandonada

Calmada la turbulencia del desconcierto colectivo, aunque no el drama social, los moradores de los confines bajosumpulenses tuvieron que convivir forzosamente con la nueva realidad: el lago artificial. Una realidad intrusiva y agobiante, tanto desde el punto de vista físico como sociocultural. El lago, que surgió para quedarse por mucho tiempo, sepultó viviendas, acorraló poblados, devoró cementerios como el de San Antonio de la Cruz, abrevió ríos y riachuelos e invadió potreros y milpas. Total, un verdadero desastre social.

¿Que fue del río Sumpul y su litoral en sus últimos siete kilómetros longitudinales? ¿Y qué de las escasas vegas fértiles? De tales sitios, no quedaban más que los recuerdos cargados de nostalgia. Nada más. En su lugar se extendía hoy el inmenso manto de agua, pero de agua mansa, quieta, pacífica, como carente de vida; de agua sucia por la lenta descomposición orgánica de árboles, arbustos y maleza y otros residuos sólidos en suspensión. La CEL, institución responsable de la administración integral de la represa, no tuvo la prevención de talar y aserrar los árboles maderables que había en la cuenca inundada del Sumpul, como tampoco utilizó en su provecho propio o de terceros la abundante leña de árboles y arbustos existentes. Si tales medidas no pudieron o no quiso prever, siendo rentables, cabe preguntarse si habría desarrollado la CEL algún tratamiento preventivo de cuanto desecho sólido existía en el área a embalsar. La respuesta es evidentemente negativa, ya que ni aun contando con la asesoría oportuna hubiese hecho nada al respecto, sobre todo porque esas medidas no figuraban en la agenda de la salubridad pública salvadoreña ,y aunque hubiesen figurado, no iban a favorecer directamente a quienes servía el régimen militar osorista, decir, a los sectores privilegiados del gran capital.

De haber actuado la CEL en forma responsable frente a los pobladores del área, habría evitado la vasta descomposición orgánica dentro del lago artificial, y con ella, la generación de gases tóxicos nocivos para la salud humana, incluyendo la proliferación de moscas y mosquitos transmisores de enfermedades endémicas, como la malaria y la fiebre tifoidea; es más, con el tratamiento de los desechos sólidos, habría reducido la acelerada extinción de los ricos bancos de peces y crustáceos del Sumpul, aparte de impedir el desperdicio irracional de los escasos recursos forestales. Pero como bien dicen los mismos bajosumpulenses, al enfatizar la inconcurrencia de un hecho equitativo y razonable: "No se puede esperar que la tordita haga su propio nido".

Sin embargo, en medio de tamaña desolación, se presentía, por lo menos, una probable ventaja en favor de la comunicación entre los pueblos de la ribera lacustre, la reducción espacial por el mismo lago. Y es que al inundar los accidentes naturales de la cuenca del Sumpul (el cauce, valles, montículos y barrancos) el lago uniformó el relieve en toda su extensión, con lo cual acorto distancias entre puntos opuestos de tierra firme. En sus inicios, aunque expertos en natación fluvial, más de algún morador tuvo problemas al cruzar a nado el embalse, auxiliándose únicamente con una mano mientras con la otra salvaba las prendas de vestir, por lo que pronto enfrentaron el primer desafío a resolver: cruzar el lago transportando pesados objetos familiares.

Pero el mundo campesino salvadoreño, quiérase o no, está más que acostumbrado a resolver los desafíos existenciales que la pobreza y el tradicional atraso le deparan con bastante frecuencia, sin contar con el auxilio externo. Esta ha sido la constante en su vida cotidiana, sobre todo en el Bajo Sumpul y en el Antiguo triángulo lenca en su conjunto, donde el abandono gubernamental es siempre la regla. De ahí que poco tiempo después fueron surgiendo los primeros cayucos o piraguas en la ribera lacustre. Apenas contando con un hacha, una azuela, un martillo y un formón, los mismos labriegos tallaban en poco tiempo estos navíos de la pobreza a partir de voluminosos troncos de ceiba y conacaste, con los que resolvieron la necesidad de comunicación a través del lago artificial.

Es evidente, por otra parte, que un drama social no afecta a todos los moradores por igual, y que las diferencias en las formas de responder están asociadas casi siempre a las características psicosociales y socioculturales de cada grupo en particular. Los adultos de la ribera, por ejemplo, preferían sobrellevar la crisis derivada de la inundación tirando el anzuelo o la atarraya a la orilla del embalse, buscando los atemorizados peces sumpulenses, que intentaban sobrevivir en medio de la contaminación acuática. La inmensa mayoría de los jóvenes y adolescentes, en cambio, miraba en el lago no sólo la tumba de su gran hogar, sino una amplia vía de comunicación, una espaciosa pista donde competir a nado -el deporte preferido desde la infancia- o medir destrezas recién aprendidas en la flamante navegación a remo. Menos propicios a la contemplación pasiva de la crisis étnica, los jóvenes se inclinaban más por la navegación lacustre durante el tiempo libre, que por la práctica de una pesca en proceso de extinción.

La misma necesidad de movilización en el lago artificial destacó muy pronto la importancia extrema de los botes de remo en la ribera lacustre, de tal suerte que ellos se fueron convirtiendo en instrumentos altamente codiciados en todo grupo familiar. Y dadas las diferencias y desigualdades sociales existentes en todo el sector, su demanda adoptó luego las características de una moda popular: exclusiva al principio para unos, tardía para otros y ajena para los demás.

En efecto, la necesidad familiar de botes o cayucos no sólo tropezó con la pobreza de muchos para demandarlos, también chocó con la escasez de la materia prima principal para construirlos, los árboles de grueso calibre. Y aquí surge un nuevo problema con el medio ambiente: al convertir las frondosas ceibas y conacastes en cayucos, se alteró el equilibrio ecológico en toda su extensión, ya que no sólo prodigaban sombra en solares, potreros y milpas, sino que protegían importantes reservas acuíferas del lugar. Con el afán de resolver un problema social, generado por la represa, se erige otro problema social menos visible al principio, pero igualmente relevante.

Se ignora, por otra parte, qué hizo reaccionar a la CEL para que una vez extinguida la rica población de peces y crustáceos del embalse, dispusiera la siembra de alevines en todo el lago artificial. Como quiera que sea, la medida fue ampliamente celebrada por el vecindario, pues si bien las nuevas especies no reunían las características de exquisitez de las ya desaparecidas, sí llegaron a sustituirlas de modo cuantitativo en la humilde mesa campesina. Los que nunca fueron repoblados o sustituidos en el área inundada, son los cangrejos, camarones, chacalines y cacaricos; ellos desaparecieron definitivamente del embalse. Sin embargo, tornando en cuenta que los suelos erosionados en las proximidades del embalse siguen teniendo un destino único y forzoso, el mismo lago artificial, es razonable suponer que en la medida en que se va llenando de azolve el fondo del lago en esa misma medida su caudal tiende a reducirse, a tal punto que, con el tiempo, la central podría perder su capacidad potencial de generación de energía eléctrica. Como todo cambia en nuestro medio, a pesar del inmovilismo aparente del atraso social, podrían volver los peces y crustáceos del agua dulce corrida a poblar el área del embalse, a menos que se revierta el proceso de azolvamiento en un futuro cercano.

A principios de 1958, cuatro años después de inaugurada la presa "5 de Noviembre" en la Chorrera del Guayabo, don Evaristo Serrano, minifundista del asentamiento Los Amates y primer regidor del gobierno municipal de San Isidro Labrador, hizo en la Alcaldía el siguiente comentario:

"Ese embalse nos dejó a todos en la pura desgracia. Mire, nos quitó el Sumpul, nos quito las vegas de la Junta, nos quitó el pescado bueno que comíamos, porque ese pescado hediondo que metieron después nunca se puede comparar con el robalo, la guabina, el tepemechín...y para que seguir hablando...Si… Estamos jodidos de remate".

Efectivamente, jodidos de remate, quedaron los pueblos de la ribera del Lempa y el Sumpul una vez formado el lago artificial; y jodidos de remate, por no decir en la pura desgracia, quedaron también, poco tiempo después, otros pueblos que vivían en la ribera del Lempa, cuando fueron lanzados violentamente para dar paso a la construcción de la presa del "Cerrón Grande".

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